domingo, 15 de enero de 2017

MOLESTAR A LOS MUERTOS






I

Cuando en aquella pequeña localidad extremeña amanecía, no se podían imaginar los acontecimientos que ocurrirían bajo ese mismo sol que se veía aparecer rojizo por el horizonte y entre jirones de niebla; no podían sospecharse los hechos que habrían de cambiar trágicamente la vida de algunas familias…
Lo único que podía pensar aquel hombre a esas horas de la mañana y bajo aquel pesado frío era la más inverosímil serie de maldiciones contra aquellos visitantes de la capital que, sin nada que hacer por la mañana, se pasaban la noche de juerga, sin dejarle dormir… En repetidas ocasiones había estado a punto de levantarse para escarmentarlos de una maldita vez. Para colmo, algunos jóvenes del pueblo se habían unido a aquellos desalmados que nada tenían que hacer, olvidando sus ocupaciones en el campo.
Eduardo Martín descubrió que la puerta del cementerio – en contra de toda costumbre razonable – estaba abierta de par en par, pese a lo impropio de la hora. ¡Aquello era obra de los veraneantes! ¡Ni a los muertos podían dejar en paz! Pero, ¿por qué no cerraron la puerta al salir? ¿Acaso aún estaban dentro durmiendo la borrachera?
Se acercó para ver qué ocurría, intuyendo que algo extraño había sucedido. Y se quedó helado al ver la lápida del viejo Wenceslao manchada de sangre… de la sangre de Román, su propio hijo.
Hubiera gritado, pero ni eso pudo hacer; sintió que la niebla se hacía más espesa; se le nubló la vista y cayó al suelo con el tiempo justo de descubrir el cuerpo sin vida de Isabel, a escasos metros del muchacho.
Eduardo Martín recobró el conocimiento algún tiempo después. Sentía una gran angustia y no terminaba de creerse lo que sus ojos, una vez más, le mostraban. Lloró largamente y volvió al pueblo en busca de las autoridades para comunicarles la noticia. Por el camino escuchó las campanas; tocaban a muerto. ¿Otra tragedia?
Sí, otra desgracia más: los hermanos Trésel habían sido encontrados junto a la carretera; la moto en que viajaban –regresando de una de sus orgías – había volcado en una de las curvas. Y, cuando Eduardo Martín comunicó – entre los gritos histéricos de las mujeres que lo rodeaban – las misteriosas muertes de Isabel y su hijo Román, la gente se preguntó qué habría sucedido al resto de la pandilla.
Ninguno de los tres jóvenes restantes fue encontrado en su casa… Sin embargo, pronto tuvieron noticas de ellos: Luisa y su novio – Pedro Ibáñez - fueron encontrados en una presa del río, donde la corriente del agua había arrastrado sus cuerpos ahogados; y Rosa María fue encontrada por un camionero en el lugar donde había sido salvajemente asesinada.
Tratar de expresar lo que en aquellas horas de angustia se sintió en el pueblo sería imposible. Tanto como le fue a la policía el hallar pistas que pudieran explicar aquella tragedia, de caracteres tan irreales, que sólo podía concebirse en el marco de un teatro griego.
Todas las muertes debían tener una relación entre sí y sin embargo la de Rosa María parecía carecer de misterio: era una historia vulgar, pese a lo terrible. También podía explicarse la muerte de Isabel como un fallo cardíaco provocado por el pánico; pero, ¿quién había matado a Román Martín? Su cuerpo yacía junto al de ella envuelto en un enorme chaco de sangre. ¿Quién lo había apuñalado? En cuanto a la muerte de los hermanos Trésel, un accidente de moto es siempre explicable. Pero ambos hermanos sabían lo que hacían y no estaban bebidos como se había pensado en un principio; la moto tampoco había fallado. No había señales de que hubiera derrapado en el asfalto, ni los cadáveres estaban magullados. Tampoco se podía explicar muy bien el ahogo de Luisa y Pedro, puesto que no era la primera vez que nadaban en el río; lo conocían a la perfección y, además, no presentaban señales de asfixia.
Todo era probable, pero el simple azar no podía haber reunido tantas casualidades… Y nadie había quedado para contar qué ocurrió después de la visita al cementerio. ¿Por qué se quedaron allí Román e Isabel?¿Por qué cada uno de los demás se fue a un lugar distinto?


II


Román Martín se había despedido del grupo antes de cenar y se había acostado pronto aquella noche, en contra de su costumbre. Cuando los oyó hablar junto a su ventana y escuchó cómo decidían ir al cementerio pensó que aquélla era una buena ocasión para darles un susto y emprendió el camino, por detrás del pueblo, hacia el campo santo.
Cuando él llegó, los demás ya estaban dentro. Los escuchó reírse y, a través de la puerta entornada, vio el corro que habían formado alrededor de la tumba de Wenceslao, en cuya lápida habían colocado una vela y una botella de vino; discutían apasionadamente si levantar o no la piedra.
-No seáis bobos – insistía Pedro - , no ocurrirá nada porque la levantemos. Quizá hasta podamos ver fuegos fatuos.
-Yo te ayudaré – propuso su novia, mientras que el resto callaba o, juiciosamente, protestaba.
-No ocurrirá nada, pero debemos respetar el cementerio, si la levantáis yo me voy.
Había sido Isabel la portavoz de la queja, pero no se atrevió a marcharse sola y siguió allí, viendo como Luisa y Pedro hacían un gran esfuerzo para levantar el pesado mármol.
Román pensó que iba a ser un buen momento y entró sigilosamente en el cementerio, acercándose al grupo en la oscuridad.
-¿Veis cómo no hay nada? – preguntó satisfecho Pedro cuando la piedra estuvo apartada.
Todos miraron con curiosidad la tierra revuelta.
-Pues tápala ya.
La losa hizo un sonido seco al volver a quedar en su sitio; todos se sobresaltaron… En ese mismo momento descubrieron la tenebrosa figura de Román Martín, al que ninguno reconoció. Aterrados, todos corrieron alocadamente hacia la salida; todos menos Isabel, cuyo corazón había fallado. Román se hubiera retorcido de risa si no hubiera observado el lento moverse de una piedra… de la lápida de Wenceslao… Apenas pudo defenderse de los golpes de alguien, a quien no pudo conocer.
Los demás habían salido corriendo, sin fijarse en que Isabel se quedaba atrás. Pararon unos segundos al llegar a la carretera.
-¿Qué hacemos?
-¿No pensaréis que era un espíritu!
-Sería alguien del pueblo. A la gente no le gustará que nos hayamos reído de sus muertos.
-Sabrán que hemos sido nosotros.
-Quizás no, su procuramos buscarnos una coartada…Será más fácil si cada uno volvemos por nuestro lado.
Y cada cual partió en una dirección.
Los hermanos Trésel cogieron la moto y se marcharon. A ningún sitio, pues su única idea era la de volver haciendo ruido, para que la gente se diese cuenta de que lo hacían en la moto, los dos solos.
-Volvamos ya – propuso el menor-. No tengo ganas de ir a ninguna parte. 
Su hermano no contestó, se limitó a acelerar. No llegaron al pueblo.
Rosa María se sintió sola cuando partieron sus amigos. ¿Qué hacer? Paseó indecisa por la carretera, alejándose del pueblo. Tenía un poco de miedo. Si al menos supiese dónde había ido Isabel… No recordaba haberla visto desde que estaban en el cementerio.
-Maldita la hora en que se nos ocurrió ir – murmuró decidiéndose a volver.
Vio venir un coche y se apartó. El automóvil paró casi en seco; dos hombres bajaron de su interior y ella, temiendo lo que iba a ocurrir, empezó a correr. Apenas pudo hacerlo unos metros.
-Vayamos a nadar – propuso Pedro a Luisa, cuando habían andado un trecho.
Bajaron al río, se desnudaron y entraron en el agua. Estaba fría, pero menos que durante el día. Por otra parte, estaban acostumbrados a bañarse tanto en invierno como en verano.
Nadaban en silencio. Estaban preocupados… Ellos habían levantado la lápida.
-Luisa.
-¿Sí?
-No creerás en el poder de los espíritus, ¿verdad?
-No creo en los espíritus, Pedro.
-Sin embargo…
-¿Pedro?
Ya no contestó. Tampoco era necesario, porque ella no lo hubiera oído.


Wenceslao volvió satisfecho a su tumba. Estaba harto de aquellos insolentes. Bastante los había soportado ya en vida, para tener que aguantarlos también ahora. Y, de todas maneras, nadie puede tolerar que lo molesten en su tumba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario