domingo, 15 de enero de 2017

HUYENDO


Ilustraciones de Quesada. Fotografía de la publicación original.
            Al salir a la calle se subió el cuello del abrigo, luego se metió las manos en los bolsillos. El edificio que había abandonado tenía cinco pisos, era viejo y sus paredes estaban grises... Era un hombre alto, algo grueso, joven; llevaba los cabellos cortos y despeinados. Vestía un traje de color mostaza, sobre el que llevaba puesto un abrigo.
Vivía en el extremo contrario de la ciudad, en un barrio de las afueras; en realidad se encontraba bastante apartado del centro, en un lugar muy siniestro en el que las chabolas y las fábricas se mezclaban. Las calles eran de tierra y, a veces, entre los edificios se extendían grandes descampados o largas paredes de almacenes que, con la falta de luz, daban al paraje un aspecto siniestro.
            Aunque el autobús que estaba esperando le dejaba cerca de casa, no le apetecía en absoluto andar por allí a esas horas de la noche, en las que no se apreciaba más vida que la música que salía de alguna barra americana y la sospechada presencia de los hampones que se refugiaban en las sombras: prostitutas, carteristas, homosexuales... Si su trabajo no estuviese en ese mismo barrio, se habría quedado a dormir en casa de su novia.
            El autobús fue puntual. Cuando lo vio aparecer, como una caja metálica que con suave “run-run” rompía el silencio de la noche, dio un suspiro de alivio; había temido tener que esperar durante media hora o más, como solía ocurrir otras veces. El interior estaba casi vacío. Una luz amarillenta y débil iluminaba tenuemente el ambiente, cargado de  humo y vaho; los cristales estaban empañados y el vaivén de la marcha le había invitado a entornar los ojos. Tras limpiar el vidrio de una ventanilla con la palma de la mano, se fijó en la calle, aún más silenciosa y vacía conforme se alejaba del centro; las luces de las tiendas y los faroles pasaban entre la niebla dejando un difuminado rastro luminoso... Un par de hombres hablaban en voz baja en el otro extremo del autobús; aunque él sólo se había fijado en las sensuales piernas de la chica que tenía sentada en el asiento de enfrente.
            Cuando algunas paradas más tarde el coche se quedó vacío, él también tuvo que bajar. Tenía que andar un rato y no le hacía ninguna gracia la idea. La niebla se estaba cerrando y aquél no era el lugar más apropiado para pasear a esas horas de la noche.
Hacía frío y,  quizás por eso, ni siquiera se veían deambular a los colgados de siempre. Los descampados, las tapias grises de las fábricas y los siniestros edificios de rojo ladrillo lo inquietaban; en alguna esquina se veía un farol que torpemente iluminaba un pequeño espacio a su alrededor, haciendo más evidente la intensidad de la niebla. El silencio era molesto y pesado...
            Un perro se oyó aullar a lo lejos y una sensación de angustia le invadió el cuerpo. Trató de animarse silbando por lo bajo una canción. Un coche le hizo cortar su tarareo, a la vez que le obligaba a saltar a la acera para evitar ser atropellado...
“Es un loco –supuso--. Sólo a un loco se le puede ocurrir circular a esa velocidad a estas horas de la noche y con esta niebla...”
            Luego se le ocurrió pensar que el coche parecía huir... “¿Pero huir de qué? –se preguntó--.  ¿De un robo, de un asesinato, de una violación…?” La sospecha se transformó en miedo. La niebla lo inquietaba. Aceleró el paso. El reloj de un campanario cercano había dado las horas. Presentía algo anómalo en el ambiente; aunque bien pudieran ser sólo escrúpulos; quizás sólo se estaba sugestionado y, a la mañana siguiente, se sonreiría de todas esas infantiles tonterías.
            Pero no, no eran tales bobadas. Detuvo en seco sus pasos porque delante de él, escasamente iluminado por uno de los faroles, había un bulto que parecía un cuerpo humano. Se alarmó y sus manos comenzaron a temblar, mientras un sudor frío bañaba todo su cuerpo y la sangre se le helaba en las venas.
            Trató de localizar a alguien con la mirada, pero entre la niebla sólo se divisaban las paredes de un almacén y las de una fábrica. Entre ambas formaban la calle. Un poco más adelante había un pequeño edificio con dos ventanas iluminadas.
            Al acercarse junto al bulto pudo darse cuenta de que se trataba de una mujer. De buena gana hubiera pasado de largo, pero se detuvo. “Puede que necesite algo –pensó--. Tengo que vencer el miedo y acercarme a ayudarle... Con el frío que hace estará helada... Tal vez esté drogada y necesite un médico”. Deseaba echar a correr, huir... Pero una chispa de humanidad que permanecía viva en su corazón helado, se lo impidió.
Se trataba de una muchacha alta, estaba volcada boca abajo y vestía una trenca clara, sobre la que caía su melena rubia y desordenada. “No es lógico que una borracha cualquiera tenga este aspecto... O, ¿quién sabe?, ahora hay putas callejeras que tienen aspecto de marquesas... Me precipito al juzgar, no tiene por qué estar bebida o drogada, puede haber sufrido un mareo, quizás la hayan golpeado para robarle... ¿No estará muerta?”. Tomándola por un hombro, le dio la vuelta.
            De la garganta de la chica surgía un hilillo rojo, era muy pequeño, pero el corte del que manaba era profundo y por él la sangre había estado escurriendo hasta formar un charco negruzco en la tierra.
            Soltó el cuerpo. Quiso gritar y el mismo miedo se lo impidió. ¿Seguiría el asesino por allí cerca? Quizás incluso lo estuviera viendo.
            A sus espaldas le pareció oír unos pasos... Alguien se acercaba. Le pediría ayuda... Pero, ¿y si era el homicida? Esta idea lo paralizó en el sitio. Las piernas le temblaban. Sintió que iba a perder el conocimiento pero, de pronto e instintivamente, comenzó a correr. Ya no pensaba, ya no le importaba el cadáver de la chica; lo importante era correr... Se paró ante el portal del edificio cuyas ventanas había visto iluminadas. La puerta estaba cerrada. La golpeó con furia, pero sin resultado; hasta él sólo llegaba la voz de un televisor puesto a todo volumen y el sonido de unos pasos presurosos, que se oían al fondo de la calle... El miedo le impidió seguir allí parado, esperando a que alguien le oyera y abriese. Volvió a correr.
            Su nueva meta era la fábrica, una fábrica textil que funcionaba toda la noche. Seguramente habría un portero. Dobló la esquina. El terror le hizo sentir cómo se le erizaban los pelos: confundido por la niebla, se había metido en un callejón sin salida. Acababa de tropezar con una pared y la oscuridad lo envolvía; no sabía qué hacer, le era imposible pensar, creyó que el corazón se le iba a salir del pecho. Volvió sobre sus pasos y empezó a correr para seguir rodeando la fábrica, en busca de la entrada.
            Al salir le pareció verlo al principio de la calle, unos metros más atrás...
            Alcanzó a llegar, pero la puerta estaba cerrada. La golpeó con fuerza. Dentro tenía que haber alguien. Pero sólo escuchaba sus golpes y unos pasos fuertes y secos que, rítmica e inexorablemente, se le acercaban.
            Alcanzó a oír un disparo a sus espaldas. Sintió que todo le daba vueltas y que algo le quemaba las entrañas. Dejó de ver...
            Entonces se abrió la puerta. El guardián llegó con el tiempo justo de evitar que su cadáver cayese al suelo.

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