domingo, 15 de enero de 2017

EL VIAJE

     
  

No supo por qué, pero aquel extraño compañero de viaje le hizo pensar en los vampiros… El rostro pálido y alargado, la nariz perfilada, los labios finos y blancos…
Tan sólo unos días antes había visto una de esas películas en las que los no-muertos se beben la sangre de sus víctimas… El médico le había pedido que no se sobresaltara… ¡Claro que una película no era nada importante!, tan sólo la manera de pasar un rato agradable, aunque fuese sufriendo o jugando a sufrir. Pero al verlo se acordó…
Había más gente dentro del autobús. Poca más: tres o cuatro personas que fumaban o trataban de dormir; solamente una pareja, sentada casi al final, parecía charlar en voz baja.
Volvió a recordar el consejo del médico : “Cuídese de los sustos, de los sobresaltos; su corazón está muy débil y no son aconsejables las emociones fuertes. Procure ir al campo y descansar”.
Y eso iba a hacer: descansar en un lugar del campo, en plena naturaleza, entre la montaña y la playa… Una buena razón, para dejar de pensar en aquellas tonterías, en los seres extraños, en las películas de vampiros.
La noche estaba muy entrada cuando el autobús, chirriante, paró en el cruce.
-¡Señor…!
El conductor se había dirigido a él, sobresaltándolo.
-Esta es su parada; tendrá que andar unos minutos por el camino para llegar a la estación.
-Gracias. Buenas noches.
Y dos o tres personas parecieron murmurar unas palabras de despedida. El hombre cuyos rasgos le habían impresionado dormía.
Se bajó del coche y, al pisar el suelo, se estremeció. El autobús volvía a partir; con sus luces amarillentas y sus cuatro escasos ocupantes parecía llevarse la tranquilidad.
El campo, cuando la oscuridad ocupa hasta el último de sus rincones, tan pronto parece lleno de ruidos, sonidos insignificantes, gritos inesperados, murmullos… como sobre él pesa un silencio hondo, tan hondo que asusta…
Ilustración de Moreno. Recorte de la publicación original.
Comenzó su camino hacia la estación y no oyó sus propios pasos; trató de corres, pero vio que era absurdo… ¿A qué tener miedo?... La luna, redonda, se asomó entre las nubes.
El apeadero estaba vacío. Le pareció muy extraño. Era muy de noche, pero, de todas maneras, hubiera querido encontrar algún vestigio de vida humana: el jefe de la estación, una luz… al menos, un reloj en marcha. Pero la taquilla estaba cerrada, las luces apagadas y hasta las agujas del reloj se habían detenido en una hora lejana.
Se sintió más sólo que nunca y el miedo volvió a recorrer su cuerpo, entrándole hasta la médula de sus huesos y haciéndole estremecer.
Las puertas habían sido clavadas… Allí no había entrado nadie en mucho tiempo.
¿Se habría equivocado?... No, no. El letrero, cuyos cristales habían sido rotos de una pedrada, dejaba leer aún el nombre; probablemente aquella habitación estaba abandonada desde hacía tiempo y él no lo sabía. El tren se detendría de todos modos. Pararía siempre. ¿Quizás debería hacerle una señal cuando se acercase? Eso ya era lo de menos, lo importante era no perder el control, no dejarse llevar por los nervios.
La luna, redonda, continuaba corriendo por entre las nubes; el aire, convertido en viento, arrastró con fuerza y con soberbia unos papeles abandonados en el suelo.
Se sentó en uno de los bancos que había junto a la inutilizada puerta. Su reloj apenas marcaba las diez; una hora de espera todavía; una hora entera con sus sesenta interminables minutos.
Casi de repente se dio cuenta de que el silencio de la noche había empezado a romperse para dar paso a una sinfonía de sonidos extraños, de ruidos que parecían surgir de todos los lugares: suspiros, susurros, ¡gritos!
¿Gritos?
¿Dónde había sonado? Escuchó y volvió a oírlo… Pero no era más que un pájaro.
Y así comenzaron a pasar los minutos, con una lentitud asombrosa, con un sinfín de sobresaltos… Tuvo que hacer un esfuerzo para acostumbrarse, para oír con naturalidad todos aquellos sonidos que no dejaban de ser naturales: el susurro de las ramas de los árboles, los silbidos del viento, el canto del pájaro…
No sabría decir si esto era preferible al silencio anterior.

Vino ente las sombras…Primero oyó los pasos, los pies arrastrados por la hierba, el ruido de su roce con las ramas y los matorrales…
Se puso en pie y notó cómo se le erizaba el vello por todo el cuerpo; la piel se le había puesto de gallina.
-¿Quién va?
Comprendió que había sido una pregunta estúpida. No tenía ningún derecho a hacerla en medio del campo, en una estación de ferrocarriles.
-Me ha asustado…
Era él; y, a la vez que lo decía, se dejó ver, apareciendo de entre las sombras. Su silueta, bajo la blanquecina luz de la luna, aún lo hacía más parecido a los vampiros de las películas, a los no-muertos. Su nariz parecía más afilada, sus labios más delgados, sus rasgos más acusados y todo su rostro más blanco, más pálido y más cadavérico.
Se estremeció y su voz tembló al hablar:
-¿Usted?
-Sí. No se extrañe. Me quedé dormido en el autobús y he tenido que bajar después del cruce. La verdad es que no me ha hecho ninguna gracia. No es nada agradable venir solo por estos caminos y a estas horas.
-Cierto, yo ya me estaba poniendo nervioso.
Y, en el fondo, se hubiera dado cuenta de que agradecía aquella compañía para esperar el tren. Se hubiera dado cuenta, de no haber visto aquella sonrisa, aquellos dientes blancos y afilados que, tras los delgados labios, dejaba ver el desconocido.
De nuevo comprendió que debía vencer sus nervios y no dejarse llevar por el pánico.
-¿Espera usted el tren?
-¡Claro!
El hombre pareció extrañarse de que lo dudase.

-Llegué a temer que no parase en esta estación… como está tan abandonada…
-Este tren siempre para; hay que apretar un botón junto a las puertas de los vagones para que se abran; de no hacerlo nadie, para subir o bajar, vuelve a emprender la marcha.
El nuevo silencio fue más pesado que el anterior, más aún que los sonidos de la noche que, momentos antes, le hacían estremecer.
Aquel hombre empezaba a mirarle fijamente… tal vez… tal vez…
-Amigo - lo llamó el desconocido- , ¿no le gustaría ser inmortal?
Su voz había sido suave, incluso cariñosa, pero él sintió que se le helaba la sangre, mientras, quien empezaba a parecerle monstruososo, continuaba hablándole:
-Yo puedo espantar a la muerte; podría dejar de temer a su propio corazón y, a cambio, sólo tendría que ayudarme un poco, dejarme algo de su sangre… Yo la necesito; luego… ya sabe, usted también será inmortal.
Había empezado a acercársele y quiso gritar, aterrado, al comprender que no podía levantarse para huir.
-¡No!...¡No!
El corazón le latía tan fuerte que creyó que iba a salírsele del pecho. Los ruidos de la noche volvían a oírse y un pájaro, el mismo de antes, o asustó con un grito.

Se había dormido pese al lugar y, ahora, una vez despierto, se sentía aterrado, aun comprendiendo que todo había sido una pesadilla.
La estación seguía vacía pero, lejana, oyó la campanilla incansable de un paso a nivel. Por fin se acercaba el tren.
Y llegó. Llegó y se detuvo, como le habían explicado en sueños. Y se abrieron todas las puertas, cuando pulsó el botón de entrada al último vagón.
Había visto pasar el convoy y todos los vagones le parecieron casi vacíos. Muchas luces apagadas y, en algún compartimento, un niño con la cara pegada a los cristales. Subió al último porque fue el que más cerca le quedó. No había nadie, absolutamente nadie. Antes de sentarse a esperar al revisor entró en el lavabo. Desde allí oyó el trajinar de algún empleado, que debía golpear las ruedas, como muchas veces había visto hacer.
Las puertas se cerraron. “El tren va a partir”, pensó. Efectivamente, el tren se movió, pero poco después se paraba de nuevo. Los ruidos continuaron y luego un apagón lo dejó a oscuras.
Unas voces que no entendió y el silencio total…
“Ahora sí –pensó- vamos a partir”. Sin embargo no se movió.
Salió del lavabo y, de nuevo en el compartimento, se sentó a esperar.
Y esperó: un minuto, dos, tres… Luego perdió el control del tiempo.
Un sonido llamó su atención; lo estaba oyendo desde el principio, pero no se había dado cuenta: era un lento gotear.
Ilustración de Moreno. Recorte de la publicación original.
¿El grifo de lavabo mal cerrado? Tuvo que levantarse y, a oscuras, comprobar que todo estaba bien. Sin embargo el ruido continuaba insistentemente, incansable, tenaz con su tac, tac, tac…
Estaba tan nervioso que decidió marcharse a otro vagón, pero las puertas estaban cerradas y no volvieron a abrirse por mucho que pulsó el botón. Al otro lado de los cristales veía la noche oscura y los papeles que arrastraba el viento. Y aquel ruido incansable, incansable, incansable…
El pánico, que tantas visitas le había hecho durante la noche, volvió de nuevo y empezó a torturar su mente, a retorcerle las ideas, convencido de que allí –gota a gota- alguien se estaba desangrando, empezó a chillar. Y gritó horrorizado hasta que el corazón, que saltaba dentro de su pecho, se paró.

-¡Vaya noche!
El revisor del ten se frotó las manos al entrar en la cabina del maquinista.
-Sí, poca gente, ¿verdad?
-Casi nadie. Hicimos bien al dejar el último vagón aparcado en la vieja vía de la estación. Por cierto, es raro, pero al llegar me pareció ver a un hombre en el andén; he recorrido el tren y no lo he visto. Qué extraño que no subiera.
-Sí que subió. Al menos alguien pulsó el botón para que abriese las puertas. ¡Supongo que mirarías en el último vagón antes de desengancharlo!
-¡Naturalmente! No había nadie.
Los dos hombres se encogieron de hombros y continuaron la marcha en silencio.

En la vieja estación el viento, incansable, hacía chocar una pequeña cadena contra las paredes del abandonado vagón. En el interior reinaba un silencio de muerte, un silencio que ni siquiera era interrumpido por el latir de algún corazón humano.

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